Crónica - Un barrio de 80 países
- Lucía Cardó
- 1 nov 2017
- 5 Min. de lectura

Estrella Damm patrocinó Tapapiés 2017/ Foto promocional Tapapiés
Pablo coge el metro en Lavapiés todos los días para llegar hasta la universidad. Línea 3, línea 2, luego tren hasta Las Margaritas, donde se encuentra la Universidad Carlos III. El día lunes 16, un cartel banco con letras coloridas que se encontraba pegado en el metro rompió su rutina: “Tapapiés: Festival multicultural de tapas y música en Lavapiés”. El sello de Estrella Damm coronaba el letrero. ¿Qué festival era ese, en su calle, y por qué él no se había enterado de nada antes? Durante el trayecto en tren, buscó más información sobre el evento en su teléfono móvil. Del 19 al 29 de de octubre, varios bares de Lavapiés ofrecerían tapas a un precio reducido junto a una cerveza, lo que estaría acompañado de música y representaciones artísticas. No le hizo falta leer mucho más para quedar seducido por el evento: “tenemos que ir”, escribió a sus amigos por Whatsapp. El sábado 28, reunió a un grupo de gente en su casa antes de salir hacia el esperado evento. Durante la semana anterior había sido bombardeado con información sobre el festival. Estaba por todas partes. Abría Facebook y una pestaña le invitaba a confirmar su asistencia. Por la calle Salitre todos los bares lucían pequeños carteles que indicaban su participación en Tapapiés. En la universidad ya había escuchado más de un par de comentarios de gente que ya había asistido. Tampoco le fue muy difícil convencer a sus amigos para que se unieran a él ese día y así por fin descubrir el popular festival. Los 4 jóvenes llegaron al rededor de las 8 de la tarde a la calle Argumosa. Cientos de personas abarrotaban la estrecha acera. Sentadas en el suelo, tratando de obtener un sitio en las pocas mesas de las terrazas, abriéndose paso hacia el interior de los bares. Botellines de Estrella Damm componían la nueva decoración de la calle, desbordando las papeleras llenas, adornando las esquinas, yaciendo vacías en el pavimento. “Vaya locura”, uno de los chicos no pudo evitar pensar en voz alta. “Pero las tapas y la cerveza están baratas, vale la pena”, le recordó Pablo, mientras guiaba a su grupo hacia el interior del bar Achuri, un local cuya fachada de paredes blancas de mármol no daba indicios de lo que se encontraba en su interior. Tras haber superado la carrera de obstáculos que supuso el tratar de llegar hasta la barra principal - esquivando a gente, a borrachos con mal pulso que cargaban botellines de cerveza llenos y a la suciedad del suelo, resultado de las más de 80 personas que se encontrarían en el pequeño local - los jóvenes pudieron contemplar los revolucionarios carteles que adornaban las paredes del establecimiento. “Nazis no”, “Alfon libertad”, “Las mujeres estamos cansadas de aguantar” y “Alístate a la vanguardia roja” eran algunos de los lemas que rezaba la decoración. El camarero, en torno a los 30 años, con rastas y dilataciones, completaba el peculiar aspecto del bar-restaurante. Ofreció al grupo un botellín de Estrella Damn y una tapa de hamburguesa vegetariana. Todo en Achuri parecía defender una causa, desde la decoración hasta la comida. Terminada la primera tapa, el grupo de 4 se aventuró por la calle en busca de un nuevo local que probar. Fue uno bastante peculiar el que les llamó la atención: Africa Fusión. En la fachada pintadas tribales y de dos mujeres africanas con pañuelos en la cabeza bailando. En el interior, un cuadro de una cara con los colores de la bandera de Senegal, decoración de madera, bongos y telas con dibujos étnicos. La fila de este bar no fue tan larga como en el anterior, y Pablo llegó rápidamente a la barra. Dos camareros africanos, que desprendían una energía increíble mientras sonriendo bailaban y cantaban, servían apresurados tapas a los clientes. Pablo les preguntó si podía pagar con tarjeta, a lo que uno de ellos respondió “No se puede, la máquina se ha estropeado”, pese a que esta lucía perfectamente funcional en la barra. Los chicos cogieron su cerveza y su tapa de arroz con vegetales y salieron del local. Los amigos de Pablo demostraban su interés ante la singularidad del local. “Nunca he comido comida africana”, decía uno de ellos. “¿Y tendrá éxito este sitio?” se preguntaba otro. Pablo les explicó que más de 80 nacionalidades distintas convivían en el barrio de Lavapiés, y que por ello se iban a encontrar allí restaurantes de cocinas de varias partes del mundo. Él afirmaba sin dudar que, fuera los sitios donde se acumulaban los turistas, Lavapiés era el lugar con población más cosmopolita de Madrid. “Antes era un barrio donde se acumulaba mucha gente humilde, de hecho era hasta peligroso. Pero mira ahora, todo lleno de sitios modernos y gente hipster”, señalaba a sus compañeros. Los universitarios entonces emprendieron su marcha hacia otro lugar abarrotado - “si hay gente es que es bueno”, decían - llamado Noche blanca. En este restaurante japonés servían dumplings, una masa cocida cubierta con salsa de soja y en ese caso, rellena de pollo. Solamente dos de ellos se atrevieron a probarlo, ante las miradas recelosas de la otra mitad del grupo, que prefirieron limitarse a beber un nuevo botellín. Les gustó. Los camareros servían apresuradamente el plato japonés, rodeados de una decoración más bien austera - paredes de mármol desnudas y un par de mesas de madera cubiertas con manteles rojos. Terminada esta tapa, el grupo pasó por la Plaza de Lavapiés, que en ese momento se encontraba cargado de gente bailando al sonido de un grupo de música brasileña llamado Roda de Choro. La multitud levantaba sus cervezas al cielo, cantaba, reía. Ante el agobio causado por el gentío, los jóvenes salieron de la aglomeración y se dirigieron al lugar que Pablo consideraba la mejor heladería de la capital: Sani Sapori. Con colores verdes y naranjas fosforescentes en su interior, y entre los gritos en italiano de los regentes del lugar, los chicos pudieron elegir entre sabores tan peculiares como fruto del baobab y vainilla con maracuyá. El dueño del local, calvo y en torno a los 40 años, se les acercó entre bromas, y les preguntó por su carrera y la universidad en la que estudiaban. Contó a los jóvenes que él era profesor de matemáticas en la Universidad Complutense, y que desde 2006 se dedicaba a ese negocio de los helados. A parte de eso, juró que Pablo era idéntico al actor italiano Gabriel Garko, y preguntó al grupo si “a parte” se escribía junto o separado en castellano. En torno a la 1 de la mañana, los 4 chicos finalizaron su recorrido por Lavapiés. Llegados a ese punto, más bien les había parecido la vuelta al mundo en 5 horas. España, Senegal, Japón, Brasil, Italia. Todo en la misma calle y patrocinado por una cerveza española. “Y lo que nos quedará por ver”, afirmaban entre risas. Lo que les pareció más curioso fue que los asistentes eran, prácticamente en su totalidad, españoles. Partieron a sus casas tras comentar su deseo de que dentro de unos años, en vez de estar solamente detrás de las barras, los inmigrantes también estuviesen compartiendo mesa con ellos. “¿Pero cuánto quedará para eso?”, se preguntaban.
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