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CRÓNICA: DE CERVEZAS MAINSTREAM

  • Jaime Torrego Gómez
  • 20 nov 2017
  • 4 Min. de lectura

Buenas tardes cervezerxs. Hoy traemos un contenido que habíais reclamado muchos usuarios en nuestras redes sociales –aquí puedes encontrar nuestro Twitter e Instagram-. Hemos decidido dar un respiro a nuestro gusto por los refrescos de cebada más suculentos, alternativos y desconocidos para volcarnos en la otra red de ocio y cerveza que pueblan nuestras calles y avenidas. Efectivamente, como medio de cerveza joven creemos fundamental hablar también de aquellas franquicias y establecimientos más baratos, famosos más por su finalidad que por su contenido en términos cerveceros. Un paseo por las cervecerías más mainstream de cara a retratar esa otra cara de la moneda: cervezas baratas y casi regaladas, garrafas infestadas, cañas mal tiradas. ¿Pesadilla o maravilla?


Nuestro recorrido comienza en la famo

sérrima cadena 100 Montaditos –concretamente en un local en la calle Montera-, desde donde iremos dibujando una ruta, tratando de mantenernos cuanto menos inhibidos por el brebaje mejor; de cara a mantener un criterio que permita juzgar sin posibilidad de fallo. Es mala idea el escoger precisamente un viernes para realizar esta ruta, pues nos vemos acorralados desde un comienzo en nuestra mesa pintarrajeada de corazones (y otras cosas) por adolescentes que miran con demasiada inseguridad su DNI. Los hay de dos tipos: parejas dándose el lote como si versase la historia de tragarse el uno al otro; y quinceañeros con barba precaria fingiendo dárselas de duros entre chascarrillos sexuales y golpes en el hombro. Entre toda esa fauna, nosotros. Pedimos dos jarras y una caña. No nos sorprende el precio pues uno a uno nos reconocemos usuarios asiduos del establecimiento. Pese a ello, aprovechamos para complementar nuestra Cruzcampo (no podía ser otra) con un plato de patatas fritas. Les resultamos simpáticos a los camareros y le incluyen algo de patata a la fritura brillante que nos traen. Primera visita al baño –de muchas que dibujarían el relato de la tarde/noche- y primeras dos jarras. Como nos confesamos habituados al lugar apenas nos quejamos. Aceptamos estoicamente el bajar acidillo de las últimas gotas de nuestras respectivas cervezas y nos levantamos de nuestra fortaleza sin apenas mirarnos. La profesionalidad de unos periodistas hechos a la cerveza gourmet.


La siguiente parada tiene lugar en otro de esos establecimientos de mala muerte: La Sureña. Donde antaño considerábamos bar a un lugar donde va el padre de familia a bajar la cena con un carajillo en mano mientras comenta el partido del Atleti; ahora hablamos de hileras eternas de mesas donde clones de tupé y abrigo militar combinan cervezas, sangrías y cigarrillos como si de Sabina en sus buenos días se tratase. Proyectos de tronista gastándose el dinero que les dan sus padres “para el abono mama” en nuestro amado líquido dorado –o aquello que dice serlo-; todo ello de cara a desinhibir y mostrar sus dotes de galán de discoteca a la pobre primera chica que se les cruce por el camino. Como sociólogos inmersos en un proyecto apasionante, o antropólogos conviviendo en el Amazonas, observamos la fauna del Madrid Centro que entra y sale de la cervecería en cuestión. En este caso, el formato chic es el del botellín. Nos disfrazan como buen precio el pedir un cubo de botellines, y agradecemos que la oferta sea algo más amplia que en nuestra experiencia anterior. Tiramos de talonario y decidimos optar por la opción más conservadora: la holandesa Heineken. Así como los españoles no somos de fiar, cuanto más se aleja el Mediterráneo, gana puntos la cerveza. La conversación sigue sin fluir, pese a que nuestras cabezas comienzan a estar algo abotargadas. Las lucen y los cláxones suponen demasiados estímulos. Debemos de ser todo un cuadro. 3 chavales, bebiendo botellín tras botellín sin cruzar palabra y con los ojos inyectados en sangre. La nueva era del periodismo. Pagamos y empezamos a pensar el camino a nuestra última parada. Como Frodo.


Cuando llegamos al Tourmalet de la tarde –ya de noche en un frío Madrid de noviembre- vemos que ha caído un integrante. Nuestro compañero –llamémoslo X- ha debido de sufrir una indigestión fruto de tres litros de cerveza en hora y media de camino. Quedamos dos. Nos miramos, asentimos y entramos en El Mercado Provenzal, ya en el barrio de Malasaña. Barbas pulidas y camisas hawaianas nos saludan. El target parece haber cambiado. El mismo patetismo que lucían los chavales de otras paradas ahora lo irradian los treintañeros indies que se las tiran de guays y rezan con acabar la noche acompañados y sin haber perdido la cartera. Los chavales al menos aún tienen tiempo para rectificar… Mi compañera tiene el gesto de invitarme a las siguientes cañas –unas portuguesas Cristal, el equipo B de la laureada Super Bock- ya que veo que me empieza a tiritar la cartera. La tontería del tapeo o cañeo (que dirían los Pantomima) muerde el bolsillo más de lo que parece. Cabe decir que me he comprado unos doritos de camino, la edad no perdona y uno no se puede permitir a esta edad beber con el estómago vacío. La conversación se va animando según pedimos más y más cañas. Parece que por fin hemos encontrado una cervecería en la que estamos cómodos dentro del circuito mainstream. Música setentera, cerveza aceptable, asientos que no están fabricados en un campo de concentración norcoreano… Se hace de noche y damos por finalizado el experimento, con opiniones contradictorias. Me pregunta por whattsapp un amigo que si salgo de fiesta. La cerveza en sangre me juega una mala pasada y, por primera vez, cometo una traición: no se lo digan a nadie, pero me pido un gin-tonic.


 
 
 

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